
El sábado no se podía, había que ayudar a la hermana de un servidor a hacer traslado y pintar una habitación del nuevo piso que la convierten a ella y a mi cuñado en propietarios. Pero el domingo, día marcado con una X bien grande en el calendario imaginario, sería por fin el día de volver a coger los gatos, el magnesio, colchones y demás bártulos. Como primera toma de contacto Lara, Jaime, Juanjo y un servidor nos dirigimos a los Collados del Asón, con una cascada bastante mermada por el estío. Una aproximación de unos 45 minutos nos conduce hasta la pequeña zona de bloque (900 metros aprox.) ubicada a mitad de camino hacia la Porra de la Colina (1448 metros), y desde donde se tienen unas magníficas vistas del polgé de Brenavinto, con sus prados bien verdes por la abundancia de agua, y de la vertiente opuesta, donde se escalonan franjas de pared vertical con laderas de inclinación extrema, a las cuales se agarran las hayas (Fagus silvatica). 

El camino es sencillo; una pista cómoda sin excesiva inclinación, y el desnivel apenas es de 200 metros, pero la inactividad se deja notar, y también esos kilos que me alejan de mi mejor estado de forma. El sol brilla y calienta nuestra andadura, como si el verano se resistiera a ceder su sitio al otoño que, justamente el domingo, viene a relevarle. Así, con más pena que gloria, con los hombros quejándose de la tortura de la mochila y el crash-pad, llegamos a los bloques caídos a media ladera desde lo alto de las paredes. Una vez allí damos una vuelta entre el caos de piedras para satisfacer la curiosidad antes de la primera toma de contacto, cual jóvenes rebecos entre las peñas.


Después, continuamos un poco más por el sendero para adentrarnos en un pequeño lugar de cuento, con árboles y bloques cubiertos por el musgo, el suelo tapizado con las hojas del hayedo que empieza a adquirir su tonalidad otoñal. Aquí ya no escalamos, porque no teníamos mucho tiempo, los bloques escalables son escasos y las caídas malas. De vuelta para casa mi rodilla tullida se comportó bién y no se quejó, aunque ya había tomado yo precauciones para ello. No obstante, cuando escribo estas líneas, la espalda se resiente con pequeñas agujetas que ni la mochila nueva que me regaló Lara han podido evitar.